jueves, 10 de abril de 2025

Prólogo a Los lanzallamas - Roberto Arlt

 


"Con Los lanzallamas finaliza la novela de Los siete locos.

Estoy contento de haber tenido la voluntad de trabajar, en condiciones bastante desfavorables, para dar fin a una obra que exigía soledad y recogimiento. Escribí siempre en redacciones estrepitosas, acosado por la obligación de la columna cotidiana.

Digo esto para estimular a los principiantes en la vocación, a quienes siempre les interesa el procedimiento técnico del novelista. Cuando se tiene algo que decir, se escribe en cualquier parte. Sobre una bobina de papel o en un cuarto infernal. Dios o el Diablo están junto a uno dictándole inefables palabras.

Orgullosamente afirmo que escribir, para mí, constituye un lujo. No dispongo, como otros escritores, de rentas, tiempo o sedantes empleos nacionales. Ganarse la vida escribiendo es penoso y rudo. Máxime si cuando se trabaja se piensa que existe gente a quien la preocupación de buscarse distracciones les produce surmenage.

Pasando a otra cosa: se dice de mí que escribo mal. Es posible. De cualquier manera, no tendría dificultad en citar a numerosa gente que escribe bien y a quienes únicamente leen correctos miembros de su familia.

Para hacer estilo son necesarias comodidades, rentas, vida holgada. Pero por lo general, la gente que disfruta de tales beneficios se evita siempre la molestia de la literatura. O la encara como un excelente procedimiento para singularizarse en los salones de sociedad.

Me atrae ardientemente la belleza. ¡Cuántas veces he deseado trabajar una novela, que como las de Flaubert, se compusiera de panorámicos lienzos…! Mas hoy, entre los ruidos de un edificio social que se desmorona inevitablemente, no es posible pensar en bordados. El estilo requiere tiempo, y si yo escuchara los consejos de mis camaradas, me ocurriría lo que les sucede a algunos de ellos: escribiría un libro cada diez años, para tomarme después unas vacaciones de diez años por haber tardado diez años en escribir cien razonables páginas discretas.

Variando, otras personas se escandalizan de la brutalidad con que expreso ciertas situaciones perfectamente naturales a las relaciones entre ambos sexos. Después, estas mismas columnas de la sociedad me han hablado de James Joyce, poniendo los ojos en blanco. Ello provenía del deleite espiritual que les ocasionaba cierto personaje de Ulises, un señor que se desayuna más o menos aromáticamente aspirando con la nariz, en un inodoro, el hedor de los excrementos que ha defecado un minuto antes.

Pero James Joyce es inglés. James Joyce no ha sido traducido al castellano, y es de buen gusto llenarse la boca hablando de él. El día que James Joyce esté al alcance de todos los bolsillos, las columnas de la sociedad se inventarán un nuevo ídolo a quien no leerán sino media docena de iniciados.

En realidad, uno no sabe qué pensar de la gente. Si son idiotas en serio, o si se toman a pecho la burda comedia que representan en todas las horas de sus días y sus noches.

De cualquier manera, como primera providencia he resuelto no enviar ninguna obra mía a la sección de crítica literaria de los periódicos. ¿Con qué objeto? Para que un señor enfático entre el estorbo de dos llamadas telefónicas escriba para satisfacción de las personas honorables: “El señor Roberto Arlt persiste aferrado a un realismo de pésimo gusto, etc., etc.” No, no y no.

Han pasado esos tiempos. El futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo. Crearemos nuestra literatura, no conversando continuamente de literatura, sino escribiendo en orgullosa soledad libros que encierran la violencia de un “cross” a la mandíbula. Sí, un libro tras otro, y “que los eunucos bufen”.

El porvenir es triunfalmente nuestro.

Nos lo hemos ganado con sudor de tinta y rechinar de dientes, frente a la “Underwood”, que golpeamos con manos fatigadas, hora tras hora, hora tras hora. A veces se le caía a uno la cabeza de fatiga, pero…. Mientras escribo estas líneas pienso en mi próxima novela. Se titulará El Amor brujo y aparecerá en agosto del año 1932.

Y que el futuro diga".

miércoles, 12 de marzo de 2025

El Tío Facundo, Isidoro Blaisten





Para que se den cuenta de cómo era mi familia antes de que matásemos al tío Facundo, mejor dicho, antes de que llegase el tío Facundo, les voy a contar lo que decía cada uno de nosotros.

Mamá decía: Los perros presienten cuando se está por morir el dueño, no hay cosa peor que operar con fiebre, la penicilina consume los glóbulos rojos, decía los chicos se deshidratan en verano, decía los varones tiran más para el lado de la madre y las nenas para el padre, decía los chicos de matrimonios separados siempre están tristes, decía los médicos israelitas son los mejores, decía siempre el peor hijo es el que la madre más quiere, decía los que más tienen son los que menos gastan y a lo mejor un pobre, decía pensar que ya tenía el cáncer adentro, decía el empapelado junta bichos, decía antes la gente se moría de gripe.

Papá decía: La natación es el deporte más completo, los alemanes perdieron la guerra en Rusia por el frío, los militares y los marinos son todos cornudos, los viajantes también, la verdad que lo mejor para afeitarse es la navaja, no hay como un buen vaso de vino tinto en invierno, y una cervecita en verano, las flacas suelen ser tremendas, el vino tinto no se toma frío, fumar negros es mucho más sano que fumar rubios, ningún médico opera a su propia señora, si al final todo lo que quiere el obrero es su churrasquito y su vaso de vino, piden limosna y tienen una cuenta en el banco, a los ladrones habría que cortarles las manos y colgarlos en Plaza de Mayo, el mejor abono es la bosta de caballo, la plata está en el campo, al asado hay que comerlo de parado, los del campo no tienen problemas: unos choclos, un par de huevos, matan un pollo y listo.

Mi hermana decía: No hay cosa más linda que ir al cine cuando llueve. Un pájaro solo se muere de tristeza. A los que son blancos el sol los pone colorados en seguida, a los morochos no, van rodando de hombre en hombre y después. Odio las películas que hacen llorar. Me encanta aprender, y aprender. No como algunas que se casan de blanco. No sé la directora para qué insiste con el método global.

Yo decía: La verdad que a la industria alemana hay que sacarle el sombrero. Los japoneses son muy traicioneros. La natación saca músculos flojos. A los tipos chinchudos la bronca se les pasa en seguida. Hasta que no me reciba, nada de novias. Yo lo que quiero es estudiar, la política fuera de la facultad.

Así era mi familia hasta que llegó el tío Facundo.

Papá trabajaba en el ferrocarril, Sección Tráfico de la estación Retiro. Se levantaba a las cinco de la mañana, tomaba mate mientras se leía el Clarín de punta a punta y después caminaba las siete cuadras hasta la estación Saavedra. Mamá cuidaba la casa, regaba las plantas y miraba televisión. Mi hermana hacía pirograbado, era maestra y estudiaba de asistente social. Yo estudiaba Ciencias Económicas y era empleado de Contaduría en Casimires Bonplart.

De chicos, recuerdo que mamá y papá hablaban en voz baja del tío Facundo. Cuando mi hermana o yo nos acercábamos, ellos interrumpían la conversación.

En verano, después de cenar, papá sacaba a la puerta el sillón de mimbre para mamá, la sillita baja para él, la silla vienesa (que yo daba vuelta) para mí, y el sillón plegadizo para mi hermana.

En esas noches, sucedía que cada vez que papá, después de comentar cómo iba la medianera, volvía a contar otra vez de cuando le publicaron su carta de los lectores en Clarín, no sé por qué, mamá siempre hablaba del tío Facundo.

El tío Facundo era el hermano de mamá y de la tía Fermina. Papá no lo conocía ni nosotros tampoco. Cuando mamá se puso de novia con papá, el tío Facundo ya había desaparecido. Cuando tuvimos edad para comprenderlo, mamá nos contó que el tío Facundo se había casado en Casilda y que su mujer había muerto misteriosamente, y que las malas lenguas y la tía Fermina decían que el tío Facundo la había matado.

El tío Facundo era la oveja negra de la familia de mamá. La tía Fermina decía que para ella no existía como hermano, y que por su culpa había muerto de disgusto la abuela.

Un día recibimos un telegrama del tío Facundo:

“Queridos hermanos y sobrinos: llego viernes 10. Tren internacional Posadas.»

Papá no quería recibirlo, pero mamá dijo que a pesar de todo era el hermano, y que el pobre muchacho debía sentirse muy solo, y que si no quería ir a la casa de la tía Fermina y elegía nuestra casa, por algo sería.

De manera que el viernes 10 a las 23.45 estábamos todos en la estación Chacarita. El tren venía como con dos horas de atraso y mientras esperábamos en la confitería se armó una discusión.

Papá decía que el tío Facundo era un vago y que si era por unos días podía estar en casa, pero que no se fuera a creer que él lo iba a mantener toda la vida. Mamá y mi hermana decían que basta que uno esté al borde de un precipicio, para que en vez de ayudarlo le pisen los dedos. Yo no decía nada. En eso vino el tren.

Nos costó trabajo encontrar al tío Facundo. La única que lo conocía era mamá y nosotros le mirábamos la cara a ella. Por fin lo divisó.

Estaba parado contra una columna, aferrando un paquete corno una caja de zapatos entre las manos.

Y entonces, cuando lo vi me pareció que lo conocía desde siempre, desde toda la vida. Es que el tío Facundo daba esa impresión. Y cuando estuvo junto a nosotros, alzó en el aire a mamá, la besó, a papá le dio un abrazo que lo hizo toser, a Angelita la levantó como a una novia, y a mí me apoyó una mano en el hombro sin decirme nada, mirándome como si fuera un cómplice.

-¡Vengan, vamos a tomar algo! –exclamó–. Quiero mostrarles unas cosas.

Papá dijo que primero había que retirar el equipaje. Pero el tío Facundo no traía equipaje solamente la caja de zapatos.

En la confitería pidió vino blanco para todos. Mamá y papá se miraron. Salvo papá (un poquito con mucha soda), en casa nadie tomaba vino. Pero mi hermana, que estaba como en las nubes, quería ver a toda costa lo que el tío Facundo había traído y la verdad que todos estábamos intrigados y nos tomarnos todo el vino y hasta dos vueltas. Mamá estaba desconocida y se reía a carcajadas, sobre todo cuando el tío Facundo levantó la tapa de la caja y le entregó el mantón paraguayo tejido en encaje de ñandutí por las indias, era de unos colores impresionantes, hermoso, era algo que mamá había ambicionado toda la vida.

Y esa noche, el tío Facundo nos conquistó a todos, A todos nos regaló las cosas que ambicionamos toda la vida. A papá una caja de habanos. Habanos de La Habana. Los mejores, los más caros, no los apestosos charutos que Michelini le traía de Brasil. Habanos.

A mi hermana le regaló un anillo y un collar haciendo juego. Los eslabones entraban unos adentro de otro y se achicaban y se alargaban y cuando se cerraban quedaba un aguamarina colgando entre los eslabones de oro y plata. Mi hermana pegó un salto y le dio un beso.

Cuando me entregó el cuchillo creo que me sentí mal. Era una daga de hoja Solingen Arbolito, cabo y vaina de plata con incrustaciones de oro, cincelado con un trabajo como jamás volví a ver otro igual.

Nos tomarnos otra vuelta de vino. Papá pagó y nos fuimos a casa en taxi. Y esa noche, salvo el tío Facundo, nadie en casa pudo dormir.

Esa fue la primera batalla que nos ganó el tío Facundo. A veces pienso de qué le sirvió. Pero también pienso de qué nos sirvió a nosotros haberlo matado. De qué le sirvió a mamá el haberlo ahogado con la almohada, de qué le sirvió a papá el haberlo estrangulado y a mí clavarle el cuchillo que me regaló, entre el esternón y los grandes vasos, mientras mi hermana le cortaba las venas con una yilé.

De qué nos sirvió todo eso, pienso, si el tío Facundo sigue estando ahí, incrustado en la pared del patio, de costado, como un nadador, reducido quizás, o quizá quede el hueco de la carne, mientras la argamasa sigue calcinándose al sol, y el tío Facundo sigue metido adentro de la pared… Pero eso fue después, mucho después, cuando no nos quedó otro remedio que matarlo.

Al día siguiente de aquella noche memorable, el tío Facundo fue el primero en levantarse. Y esto fue también memorable, porque en todo el tiempo transcurrido hasta su muerte (y ahí precisamente) siempre fue necesario despertarlo durante largo rato.

Era sábado y el tío Facundo fue al patio y junto a la pared medianera que después iba a ser su tumba, encontró las latas vacías de brea y encontró las herramientas y con eso le construyó a mamá una especie de estantería para el sucucho, y después fue a despertarla con un mate.

Al mediodía, cuando todos nos levantarnos y vimos lo que el tío Facundo había hecho, nos quedamos maravillados de su habilidad manual y entonces recuerdo que él nos dijo que el verdadero trabajo es el que se hace con las manos, y que lo demás, los números y los papeles, son un simulacro y una cobardía.

Ese almuerzo fue una fiesta. El tío Facundo se la pasó contándonos cómo había recolectado el arroz en Entre Ríos y las anécdotas de las estancias de Corrientes donde había trabajado. Pero lo más gracioso fue cuando nos contó las cosas que había hecho cuando fue sepulturero en Casilda y mandó a mi hermana a comprar dos botellas más de vino. Después mamá, con los ojos brillantes, propuso jugar a la lotería, pero el tío Facundo dijo que mucho mejor era el póker y todos nos miramos porque nadie sabía y después estaba el problema del mazo.

Entonces mamá preguntó cómo eran las barajas y el tío Facundo le explicó y mamá fue a buscar al ropero y vino con toda una caja intacta que tenía un dominó, una perinola, dos mazos y las fichas, que había comprado en la liquidación de Gath y Chaves.

–¿Son éstas? –preguntó, mientras les sacaba el papel de celofán. Por suerte eran, y el tío Facundo nos enseñó a jugar y el póker nos resultó el juego más maravilloso y apasionante que habíamos conocido en nuestra vida, y primero las fichas no tenían valor y después les pusimos diez pesos, y después cincuenta y después cien y papá mandó a mi hermana a traer dos botellas más de vino, pero el tío Facundo dijo que mejor era traer dos de cubana, y cuando Angelita estaba por salir cayó la tía Fermina.

Cuando la tía Fermina vio lo que había sobre la mesa, casi se muere. Ni siquiera saludó al tío después de tantos años. Lo insultó, le dijo de todo. Mamá, que parecía medio borracha, salió en su defensa. Papá movía la cabeza como ausente y decía:

–Haya paz. Haya paz.

Pero de pronto papá se levantó y le tiró un bofetón a mi hermana por encima de la mesa, y desparramó todo, las fichas y la plata, y gritaba como un desaforado:

–¡Pero qué esperás, estúpida, traé la cubana de una vez!

Era la primera vez en mi vida que veía a papá levantarle la mano a mi hermana. Angelita salió corriendo para el almacén, y el tío Facundo se levantó y se fue al patio y se quedó fumando junto a la medianera, mirando las estrellas que ya empezaban a aparecer.

Ahora que lo pienso, parecía que el tío Facundo sintiera predilección por esa pared donde ahora está empotrado, de perfil y rodeado de ladrillos con la boca y los ojos llenos de cemento, aunque a lo mejor ahora no quede más que el aire rodeando al esqueleto… En fin, habría que golpear esa pared.

Bueno, al final la tía Fermina se fue, y al principio nadie tenía apetito, pero

después, el tío Facundo empezó a contar chistes y mandó a mi hermana a buscar dos botellas más de vino y le enseñé a mamá a preparar los saltimboquis a la romana y cenamos como reyes y continuamos con el póker, nos tomamos también las dos botellas de cubana y seguimos jugando al póker hasta las seis de la mañana.

Al día siguiente los vecinos se quejaron y papá, que por primera vez en su vida había faltado al trabajo, le quiso pegar a Michelini.

Y así empezó todo. Papá y el tío Facundo iban todos los sábados y domingos a las carreras. Mamá les daba sus ahorros para que jugasen. Angelita trajo a todas sus maestras amigas y el tío Facundo les enseñaba a bailar el tango y después se acostaba con ellas. Mamá era feliz como una descosida y salía todas las noches con el joven poeta, y el tío Facundo decía que eso era bueno, que era salud y era la vida, que en la vida las cosas había que matarlas viviendo, que la belleza y la pornografía debían ir juntas y que el gran problema de la gente, cuando no había guerras, era que se aburría. Por eso, decía, los vecinos se pasaban la vida en la puerta viviendo de la vida de los demás, que los chismes eran una forma del romanticismo frustrado y que la gente consumía revistas de crimen y pornografía porque lo necesitaban, porque le suplían la vida, porque la verdadera vida era un vendaval.

Yo traje a los muchachos de la facultad para que lo escuchasen.

Hasta ahí todo podría haber seguido muy bien. Papá, que siempre fue un tipo incapaz de matar una mosca, le había roto el alma a casi todos los vecinos, y primero entraron por la variante de respetarlo y después se hicieron habitués y lo seguían a papá admirando sus cuadros.

Papá había descubierto su “vocación dormida”, como decía el tío Facundo, y sus cuadros estaban por toda la casa, y Michelíni venía a casa y se quedaba mirándolos largas horas. A veces los ojos se le nublaban, lo palmeaba en la espalda a papá y se iba en silencio.

Yo habla cambiado, sentía que emitía un magnetismo personal. Las chicas de la facultad me adoraban y venían a casa.

Todos vivíamos. No había un minuto, ni un resquicio donde tuviéramos que pensar lo que podríamos hacer.

Todo estaba como aceitado de vida. Por las noches se bailaba, se jugaba al póker, se escuchaba al tío Facundo, mamá leía las últimas cosas del joven poeta, papá pintaba, leía la fija, se peleaba. Todos vivíamos.

Pero a mi hermana se le dio por hacerse la intelectual de izquierda y ahí empezó la toma de conciencia. Primero empezó con el sensualismo embrutecedor de la burguesía, y después siguió con el diálogo entre católicos y marxistas. Papá a toda costa quería pegarle. Entonces Angelita se alió con la tía Fermina.

La tía Fermina vivía masticándose el odio. Desde que apareció el tío Facundo, quiso venir a casa con su prédica, dos o tres veces, pero le tenía miedo a papá, que cada vez que la veía le quería pegar. Y ésta fue su gran oportunidad.

Lo primero que hizo la tía Fermina, ayudada por mi hermana, fue introducirse un domingo en casa, mientras todos dormíamos, y con la espátula destrozó todos los cuadros de papá.

Pobre papá. Parecía el retrato de Dorian Gray. Yo recuerdo su semblante cuando vio los lienzos cortajeados, los pomos vacíos, los bastidores pisoteados. No dijo nada, ni una palabra. Pero el lunes volvió a ser el mismo de antes. Se levantaba a las cinco, tomaba mate, se leía el Clarín de punta a punta y a la noche se iba a la puerta con la sillita baja, mientras adentro todos bailábamos, o jugábamos al póker, o escuchábamos las poesías del joven poeta

Y entonces, papá también tomó conciencia, y se alió con mi hermana y la tía Fermina. De cualquier forma, aún antes de que la tía Fermina diera el próximo paso, antes de que me convenciera a mí (porque mamá fue la última en rendirse, aun cuando fue la que demostró más saña cuando ahogó al tío Facundo con la almohada), aún antes de que papá fuera ganado por la tía Fermina, digo, algo había comenzado a romperse, algo que le facilitó las cosas a la tía Fermina. Era el verlo a papá como un marciano, distinto, caminando entre nosotros, explicando cómo los alemanes perdieron la guerra en Rusia por el frío, mientras los que quedábamos junto al tío Facundo vivíamos.

Y a la tía Fermina no le fue difícil conquistarme.

Y ya la vida comenzó a declinar. Pero mamá era irreductible. Era la amante del joven poeta (que según el tío Facundo veía en ella a la madre y a la mujer). El muchacho estaba enloquecido por mamá y le escribía unos poemas maravillosos, pero mamá estaba sola. Y entonces la tía Fermina triunfó. La agarró a mamá y le planteó el dilema: –Sos la única que queda. O matamos a Facundo o matamos al poeta.

Venció el amor. Esa noche decidimos matar al tío Facundo. Lo encontramos dormido, con una sonrisa inolvidable. Papá lo estranguló y yo le di la primera puñalada entre el esternón y los grandes vasos. Mi hermana le abrió las venas con la yilé. La tía Fermina organizaba todo.

Nos costó trabajo desprender a mamá, que quería seguir ahogándolo con la almohada.

Después lo pusimos de costado y levantamos la medianera alrededor de él. Y eso es todo.

Y ahora que el tío Facundo está ahí muerto, metido en esa pared para siempre, calcinándose al sol, no puedo dejar de mirarla con cierta melancolía, sobre todo en las noches de verano, cuando papá saca a la puerta el sillón de mimbre para mamá, la sillita baja para él, la silla vienesa (que yo doy vuelta) para mí, y el sillón plegadizo para mi hermana, y mamá dice: los perros presienten cuando está por morir el dueño, y papá dice: la plata está en el campo, y mi hermana dice: no sé la directora para qué insiste con un método global, y yo digo: los japoneses son muy traicioneros.


jueves, 30 de marzo de 2023

Disputa por señas. Juan Ruiz, Arcipreste de Hita

Juan Ruiz, Arcipreste de Hita


Sucedió una vez que los romanos, que carecían de leyes para su gobierno, fueron a pedirlas a los griegos, que sí las tenían. Estos les respondieron que no merecían poseerlas, ni las podrían entender, puesto que su saber era tan escaso. Pero que si insistían en conocer y usar estas leyes, antes les convendría disputar con sus sabios, para ver si las entendían y merecían llevarlas. Dieron como excusa esta gentil respuesta.

Respondieron los romanos que aceptaban de buen grado y firmaron un convenio para la controversia. Como no entendían sus respectivos lenguajes, se acordó que disputasen por señas y fijaron públicamente un día para su realización.

Los romanos quedaron muy preocupados, sin saber qué hacer, porque no eran letrados y temían el vasto saber de los doctores griegos. Así cavilaban cuando un ciudadano dijo que eligieran un rústico y que hiciera con la mano las señas que Dios le diese a entender: fue un sano consejo.

Buscaron un rústico muy astuto y le dijeron: "Tenemos un convenio con los griegos para disputar por señas: pide lo que quieras y te lo daremos, socórrenos en esta lid".

Lo vistieron con muy ricos paños de gran valor, como si fuera doctor en filosofía. Subió a una alta cátedra y dijo con fanfarronería: "De hoy en más vengan los griegos con toda su porfía". Llegó allí un griego, doctor sobresaliente, alabado y escogido entre todos los griegos. Subió a otra cátedra, ante todo el pueblo reunido. Comenzaron sus señas como se había acordado.

Levantóse el griego, sosegado, con calma, y mostró sólo un dedo, el que está cerca del pulgar; luego se sentó en su mismo sitio. Levantóse el rústico, bravucón y con malas pulgas, mostró tres dedos tendidos hacia el griego, el pulgar y otros dos retenidos en forma de arpón y los otros encogidos. Se sentó el necio, mirando sus vestiduras.

Levantóse el griego, tendió la palma llana y se sentó luego plácidamente. Levantóse el rústico con su vana fantasía y con porfía mostró el puño cerrado.

A todos los de Grecia dijo el sabio: los romanos merecen las leyes, no se las niego. Levantáronse todos en sosiego y paz. Gran honra proporcionó a Roma el rústico villano. 

Preguntaron al griego que fue lo que dijera por señas al romano y qué le respondió éste. Dijo: "Yo dije que hay un DIos, el romano dijo que era uno en tres personas e hizo tal seña. Yo dije que todo estaba bajo su voluntad. Respondió que en su poder estábamos, y dijo verdad. Cuando vi que entendían y creían en la Trinidad, comprendí que merecían leyes certeras".

Preguntaron al rústico cuáles habían sido sus ocurrencias: "Me dijo que con un dedo me quebraría el ojo: tuve gran pesar e ira. Le respondí con saña, con cólera y con indignación que yo le quebraría, ante toda la gente, los ojos con dos dedos y los dientes con el pulgar. Me dijo después que de esto que le prestara atención, que me daría tal palmada que los oídos me vibrarían. Yo le respondí que le daría tal puñetazo que en toda su vida no llegaría a vengarse. Cuando vio la pelea tan despareja dejó de amenazar a quien no le temía".

Por eso dice la fábula de la sabia vieja: "No hay mala palabra si no es tomada a mal. Verá que es bien dicha si fue bien entendida".

 

 

Juan Ruiz, Aripreste de Hita vivió en el siglo XIV; habría muerto en 1351. Entre el '30 y el '45 escribió el Libro de Buen Amor, que mezcla fábulas, cuentos, poesías líricas religiosas y profanas, y digresiones didácticas sobre varios temas, en que confluyen las tradiciones grecolatinas y medievales españolas y francesas con las hispano-árabe y hebrea: a esto se debe la anacronía de la Trinidad en la cultura griega clásica.    



martes, 29 de noviembre de 2022

Escribir. Chantal Maillard


Chantal Maillard


escribir  

para curar  

en la carne abierta  

en el dolor de todos  

en esa muerte que mana 

en mí y es la de todos 

escribir 

para ahuyentar la angustia que describe 

sus círculos de cóndor 

sobre la presa 

aunque en el alma no 

en el alma 

la estimación del tiempo que concluye 

y es arriba 

algo más que un silencio 

con ojos semiabiertos 

escribir 

como condescendencia y como rebeldía

sin elección

sin pausa

porque se va la luz, las fuerzas

se le acaban

y el ser se va de vuelo

en las garras de un ave

carroñera

escribir

para decir el grito

para arrancarlo

para convertirlo

para transformarlo

para desmenuzarlo

para eliminarlo

escribir el dolor

para proyectarlo

para actuar sobre él con la palabra

escribir

para descansar

(escribir que el sol, en invierno, es hermoso)

por no llorar tan dentro

tan a escondidas

escribir

hacia la extenuación

para que se derrame el dolor contenido

desde el inicio del mundo

escribir

para rebelarse

sin provecho

a pesar de la derrota ya prevista

porque no hay rebeldía que no esté justificada

ni violencia que no sea, en el fondo,

inocente,

escribir

con derecho al llanto

escribir para curar

escribir para guarecerse

escribir como si cerrase los ojos

para no cerrarlos

para mover la mano y seguir su curso

para sentirse viva

AÚN

para aplazar la angustia

como simulación

para guiar la mente y que no se desboque

para controlar lo controlable

escribir

como quien deja la luz encendida

y duerme de pie sobre sí mismo

para saldar las cuentas con el miedo

escribir

para reorganizar

escribir

sin hacer concesiones

escribir

como quien des-espera

para cauterizar

para tomarle las medidas al miedo

para conjurar

para morder de nuevo el anzuelo de la vida

para no claudicar

escribir

para apuntar al blanco

escribir

con palabras pequeñas

palabras cotidianas

palabras muy concretas

palabrasojo

palabras animales

palabrasbocadegato

ásperas por dentro y por fuera

suaves como “tal vez”

palabraslatigazo

como “demasiado” y “tarde”

escribir

para no mentir

para dejar de mentir

con palabras abstractas

para poder decir tan sólo lo que cuenta

decir que a las once

de la noche de hoy

mientras la luz calienta

el lado izquierdo de mi almohada

y la sábana verde se desdobla

en el espejo del armario

estoy en mí

en el lugar en que acostumbro

a encontrarme

en este aquí hecho de extraña

duración en lo mismo

repitiéndome

la carne dolorida

los huesos lastimados

los nervios, la piel

tirante, amoratada

el pelo encanecido

el grito sólo postergado

y hoy a las once

de la noche de hoy

mientras la luz calienta

el lado izquierdo de mi almohada

muere un niño

o dos o no sé cuántos

mueren y una anciana dice

sus últimas palabras

o no las dice y muere

y es otra la que habla

pero no habla, dice

apenas dice y muere

sin decir

apenas

nada

y algo se me atraganta

tal vez un alarido

largo como las once horas de esta noche

o tal vez la conciencia

que duerme encendida

como una lumbre la conciencia

de todos los que mueren

como una fogata

un espantoso incendio

que prende en las ventanas

de la ciudad y en el mar no se apaga

una conciencia absurda

una antorchahorizonte

la conciencia de todos los que saben

que se están acabando

en sus huesos de antorcha

hoy, mañana, siempre

escribir

todas las muertes son mi muerte

mi grito es el de todos

y no hay consentimiento

escribir

¿para consentir?

¡escribir para rebelarse!

no hay lugar para plegarias

no hay lugar para el sosiego

el ajuste de las almas

se hace en rebeldía

Estamos solas

y nos pertenecemos.

En nosotras está el poder

Somos un pueblo de almas

en rebeldía

¡Despertad!

Lo que escribo aquí

se traza en el aire

el dolor es la senda

el dolor es el medio

por el dolor la fuerza

que combate el dolor

y lo transforma

por el dolor deshago

mi dolor en lo ajeno

y el ajeno en el mío

escribir

para des-esperar

por todos los que están

por todos

los que fueron

los desaparecidos

escribir para cuidar

sus des

apariciones

para alimentarlas

para que no se enturbien

no tan pronto

no tan siempre

pronto

escribir

para desestructurar

para vencer

las estructuras

para contra

decir

lo dicho

para demoler

escribir

para desestimar

para aprender la delgadez del trazo

su vacío

habituarse a él

a su insignificancia

escribir

para insignificar

escribir

inútilmente

para ejercer lo inútil

para abrazar lo inútil

para hacer de la inutilidad un manantial

escritura como sortilegio

- volé esta madrugada

más alto que ninguna otra vez

Cada noche, en la duración de un grito

viene una sombra nueva

Cada noche, en la duración de un grito,

un alma acude a mí.

La acojo.

En el grito.

Ella no dura. Sólo se abre.

Y hay que entrar. Suavizar.

No hay que recordar.

Tan sólo entrar.

Respirando. – 

escribir luego

para reforzar

los frágiles puentes

los conductos sutiles

con temor

de que se borren

en el espacio leve

entre lo presentido y lo sentido

Escribir

para desescribir

para desdecir

para reorganizar

las consciencias y

que cada una cumpla

su ceguera

El espacio de las almas

ha de guardarse oculto

En la palabra está el engaño

escribir pues

para confundir

para emborronar

y, luego, volver a escribir

en el orden que conviene

el mundo que hemos aprendido

escribir

como quien cuenta los pasos que da

por no oír el silencio

como quien cuenta pasos – uno, dos -

y se salta el tercero -cuatro, cinco-

para ver si se ha ido

para comprobar

pero no: sigue estando

y ya no dejará de andar

para contar los pasos

hasta caer exhausto

en el silencio enorme que se ensancha

entre sus piernas como un charco

de sangre

escribir

porque el héroe se hace con el miedo

sobre todo su miedo

a partir de su miedo

se hace héroe el héroe

ahuecando el miedo

y llenándolo de acción

para entumecerlo

haciendo tiempo en lo hermoso

haciendo tiempo en lo vivo

yo no soy ningún héroe

yo sólo escribo

para colmar la distancia

entre mi miedo y yo

escribir

“Se pone un abrigo de cuero.”

escribir

“Un hombre joven se levanta del asiento.

Se pone un abrigo de cuero.

Lleva gafas oscuras.

Se vuelve.

Su espalda es ancha.

Se dirige a la puerta.

No sé qué hará mañana.

No le conozco.

Ha cruzado la vía.

El cristal me devuelve mis ojos

y esa tristeza que se mide en mis labios.

El hombre joven tal vez camina hacia una casa.

Tal vez sea su casa.”

escribir

“En mi rostro el paisaje

- atravesándolo -

el paisaje.”

escribir

“Tiene las uñas recortadas.”

escribir

“Se desprende, muy lenta, de una frase,

la desliza en el cuaderno y espera.

Tiene las uñas recortadas

y una blusa de encaje.

Lleva una bolsa de color violeta

en las rodillas.

Cuando respira hace juego

con los versos de Sylvia Plath.

Hay un desfiladero en su mirada

y no termina de cruzarlo.”

escribir

para confundir las palabras

y que las cosas aparezcan

(Campos de limoneros cargados con sus frutos. Y cañizales

separando sembrados. Y vinagreras cubriendo de oro las taludes… )

que las cosas presionen

que un mundo se abra paso

(Es invierno, y ya crecen el trigo y la alfalfa. Aún hay campos entre ciudades y hermosos pueblos y una anciana se sienta 

en un portal con un rayo de sol en su regazo.

La tierra arada humea bajo el sol y los olivos jóvenes tensan sus cuerpos retorcidos hacia el cielo. Creciendo. Crecer es 

ascender.

Crecer es ensancharse.

Crecer es romper límites.

Crecer es invadir… )

que estallen los cristales de mis manos

que abran ojos en las letras

(Hileras de olivos.

Sus sombras paralelas… )

escribir

para rastrear

escribir

para perdonar

para ser perdonado

¿Dónde hallaré al sacerdote,

al mediador, aquel que tenga

conocimiento de los límites

y el poder de traspasarlos?

¿dónde hallaré a aquel

capaz de arder sin consumirse

y, entre los muertos y los vivos,

ecualizar

transformar, ¡bendecir!?

escribir

para hallar la paz

después de haber hablado

con los muertos

escribir

para sellar la paz

para conciliar

en mí

para perdonar en mí

escribir

la culpa misma que golpea y se licúa

en el pecho

y surte y es agua que mana

con fuerza y que nos une

agua que forma

remolino de amor irradiando

todas las culpas son

el mismo sufrimiento

el de existir queriendo

queriendo serlo todo

queriéndolo todo

y todo está en mis manos

en esta encrucijada donde permanecemos

el tiempo suficiente

para sufrirlo todo

en mi interior barrunto el gran estruendo:

todo el dolor del mundo me pesa entre los muslos

abrid los ojos: ¡ved!

es tan terrible vivir

¡quien sobrevive saluda!

morituri somos todos

toda la historia de tu estirpe

está presente y te reclama

como crisol

eres

la mediadora

operas

en ti misma el milagro

de la conciliación

y de repente soportas

el peso del mundo y su dolor

lo bebes todo entero.

Agradecida.

escribir

porque crujen las rodillas

y hay como un sueño

esperando ser soñado

justo detrás del dolor.

- Hoy observé las gaviotas.

He de volar muy alto esta noche.

He de volar sin lastre.

Hasta que amanezca.-

escribir

“otoño”

para recordar cómo

uníamos castañas con palillos de dientes

y surgían princesas y perros y dragones

y mi madre era hermosa

y ¿quién sabe? tal vez

fue feliz, también ella,

ese día.

escribir

para arquear el espinazo de las letras

a imagen del dolor

para trazar las líneas de la vida

líneas que se encogen

líneas retráctiles

como nervios apresados en la carne

como venas quebradizas

venenos infiltrados

en las arterias, líneas

que merodean en torno al corazón

calado por la angustia

y el cansancio

líneas como cables tendidos

entre una vida y otra menos vida

líneas ultracortas

líneas entrecortadas

líneas respiradero

líneas túnel

para desembocar

en el horizonte

recuperar allí

las fuerzas del principio pero

líneas quebradas

presionadas

oprimidas, líneas

de vuelta atrás

combadas sobre el tiempo

que queda

el tiempo que nos queda

termitero o volcán

vaciado por los seres (los insectos, la lava)

que operan desde dentro

líneas

de retroceso

¡si fuesen sólo al sueño!

pero no: más abajo.

escribir

como quien muerde un rayo

con los brazos en cruz

escribir

que sus pulmones se cerraron

como las alas de una

mariposa.

Dejó un rastro de polvo azul

en los dedos de quienes fueron

a tocarla

escribir

como aquel que se fuga de un hospital y arrastra tras de sí

las sondas, el goteo, la máscara de oxígeno y corre

sobre agujas envenedadas

¡Despertad!

¡nadie podrá evitarlo!

sólo es cuestión de tiempo

contad los gritos que dais

en el fondo del agua

¡Contad los gritos!

cada cual con su dolor a solas

el mismo dolor de todos

- Alguien disimula. Sonríe,

devuelvo la sonrisa. Sé

que para él ya oscureció.

También él lo sabe.

Pero se esfuerza. Todos

nos esforzamos.

Gritar es esforzarse.

Gritar es rebelarse. -

escribir

porque alguien olvidó gritar

y hay un espacio en blanco

ahora, que lo habita

escribir

porque es la forma más veloz

que tengo de moverme

escribir

¿y no hacer literatura?

¡y qué más da!

hay demasiado dolor

en el pozo de este cuerpo

para que me resulte importante

una cuestión de este tipo.

Escribo

para que el agua envenenada

pueda beberse.

_


Escribir (en Matar a Platón. Tusquets)

martes, 16 de agosto de 2022

Bertolt Brecht. "El origen del Tao-Te-King"

 Leyenda sobre el origen del libro Tao-Te-King, dictado por Lao-Tse en el camino de la emigración.

Bertolt Brecht



A los setenta años, ya achacoso,
sintió el maestro un ansia de paz.
Moría la bondad en el país
y se iba haciendo fuerte la maldad.
Se abrochó lo zapatos.

Empaquetó las cosas necesarias.
Pocas. Pero algo había que llevar.
La pipa en que fumaba cada noche.
El libro que leía a todas horas.
Algo de pan blanco.

Gozó mirando el valle, y lo olvidó
cuando la senda comenzó a ascender.
Rumiaba el buey, alegre, hierba fresca
mientras llevaba al viejo.
Pues iba muy deprisa para él.

Caminó cuatro días entre peñas
hasta que un aduanero lo paró.
“¿Alguna cosa de valor?” “Ninguna”.
“Es un maestro”, dijo el joven guía
del buey. Y el aduanero comprendió.

Y el hombre, en un impulso afectuoso,
aún preguntó: “¿Qué ha llegado a saber?”
Y el muchacho explicó: “Que el agua blanda
hasta la piedra acaba por vencer.
Lo duro pierde.”

Aprovechando aquel atardecer,
tiro el guía del buey, siguiendo viaje.
Ya se perdían tras un pino negro
cuando los alcanzó el buen aduanero.
Les gritaba: “¡Esperadme!”

“Dime otra vez eso del agua, anciano”
Se detuvo el maestro: “¿Te interesa?”
“Soy sólo un aduanero”, dijo el hombre,
“pero quiero saber quien vencerá.
Si tú lo sabes, dímelo.

¡Escríbemelo! ¡Díctalo a este niño!
No lo reserves sólo para ti.
En casa te daré tinta y papel.
Y también de cenar. Yo vivo allí.
¿Aceptas mi propuesta?”

Examinó el anciano al aduanero:
chaqueta remendada, sin zapatos,
viejo antes de llegar a la vejez.
No era precisamente un triunfador.
Murmuró: “¿Tu también?”.

Había vivido demasiado para
no aceptar tan amable invitación.
“Quien pregunta, merece una respuesta.
Parémonos aquí”, dijo en voz alta.
“Hace ya frio”, el guía le apoyó.

Echo pie a tierra el sabio de su buey.
Escribieron durante siete días
alimentados por el aduanero,
quien maldecía ahora en voz muy baja
a los contrabandistas.

Una mañana, al fin, ochenta y una
sentencias dio el muchacho al aduanero.
Y, agradeciéndole un pequeño don,
se perdieron detrás del pino negro.
No es fácil encontrar tanta atención.

No celebremos, pues, tan sólo al sabio
cuyo nombre en el libro resplandece.
Al sabio hay que arrancarle su saber.
Al aduanero que se lo pidió
demos gracias también.

lunes, 13 de abril de 2020

El ilustre amor. Manuel Mujica Láinez

Foto de Sara Facio

En el aire fino, mañanero, de abril, avanza oscilando por la Plaza Mayor la pompa fúnebre del quinto Virrey del Río de la Plata. Magdalena la espía hace rato por el entreabierto postigo, aferrándose a la reja de su ventana. Traen al muerto desde la que fue su residencia del Fuerte, para exponerle durante los oficios de la Catedral y del convento de las monjas capuchinas. Dicen que viene muy bien embalsamado, con el hábito de Santiago por mortaja, al cinto el espadín. También dicen que se le ha puesto la cara negra.

A Magdalena le late el corazón locamente. De vez en vez se lleva el pañuelo a los labios. Otras, no pudiendo dominarse, abandona su acecho y camina sin razón por el aposento enorme, oscuro. El vestido enlutado y la mantilla de duelo disimulan su figura otoñal de mujer que nunca ha sido hermosa. Pero pronto regresa a la ventana y empuja suavemente el tablero. Poco falta ya. Dentro de unos minutos el séquito pasará frente a su casa.

Magdalena se retuerce las manos. ¿Se animará, se animará a salir?

Ya se oyen los latines con claridad. Encabeza la marcha el deán, entre los curas catedralicios y los diáconos cuyo andar se acompasa con el lujo de las dalmáticas. Sigue el Cabildo eclesiástico, en alto las cruces y los pendones de las cofradías. Algunos esclavos se han puesto de hinojos junto a la ventana de Magdalena. Por encima de sus cráneos motudos, desfilan las mazas del Cabildo. Tendrá que ser ahora. Magdalena ahoga un grito, abre la puerta y sale.

Afuera, la Plaza inmensa, trémula bajo el tibio sol, está inundada de gente. Nadie quiso perder las ceremonias. El ataúd se balancea como una barca sobre el séquito despacioso. Pasan ahora los miembros del Consulado y los de la Real Audiencia, con el regente de golilla. Pasan el Marqués de Casa Hermosa y el secretario de Su Excelencia y el comandante de Forasteros. Los oficiales se turnan para tomar, como si fueran reliquias, las telas de bayeta que penden de la caja. Los soldados arrastran cuatro cañones viejos. El Virrey va hacia su morada última en la Iglesia de San Juan.

Magdalena se suma al cortejo llorando desesperadamente. El sobrino de Su Excelencia se hace a un lado, a pesar del rigor de la etiqueta, y le roza un hombro con la mano perdida entre encajes, para sosegar tanto dolor. Pero Magdalena no calla. Su llanto se mezcla a los latines litúrgicos, cuya música decora el nombre ilustre: “Excmo. Domino Pedro Melo de Portugal et Villena, militaris ordinis Sancti Jacobi…”

El Marqués de Casa Hermosa vuelve un poco la cabeza altiva en pos de quién gime así. Y el secretario virreinal también, sorprendido. Y los cónsules del Real Consulado. Quienes más se asombran son las cuatro hermanas de Magdalena, las cuatro hermanas jóvenes cuyos maridos desempeñan cargos en el gobierno de la ciudad.

-¿Qué tendrá Magdalena?

-¿Qué tendrá Magdalena?

-¿Cómo habrá venido aquí, ella que nunca deja la casa?

Las otras vecinas lo comentan con bisbiseos hipócritas, en el rumor de los largos rosarios.

-¿Por qué llorará así Magdalena?

A las cuatro hermanas ese llanto y ese duelo las perturban. ¿Qué puede importarle a la mayor, a la enclaustrada, la muerte de don Pedro? ¿Qué pudo acercarla a señorón tan distante, al señor cuyas órdenes recibían sus maridos temblando, como si emanaran del propio Rey? El Marqués de Casa Hermosa suspira y menea la cabeza. Se alisa la blanca peluca y tercia la capa porque la brisa se empieza a enfriar.

Ya suenan sus pasos en la Catedral, atisbados por los santos y las vírgenes. Disparan los cañones reumáticos, mientras depositan a don Pedro en el túmulo que diez soldados custodian entre hachones encendidos. Ocupa cada uno su lugar receloso de precedencias. En el altar frontero, levántase la gloria de los salmos. El deán comienza a rezar el oficio.

Magdalena se desliza quedamente entre los oidores y los cónsules. Se aproxima al asiento de dosel donde el decano de la Audiencia finge meditaciones profundas. Nadie se atreve a protestar por el atentado contra las jerarquías. ¡Es tan terrible el dolor de esta mujer!

El deán, al tornarse con los brazos abiertos como alas, para la primera bendición, la ve y alza una ceja. Tose el Marqués de Casa Hermosa, incómodo. Pero el sobrino del Virrey permanece al lado de la dama cuitada, palmeándola, calmándola.

Sólo unos metros escasos la separan del túmulo. Allá arriba, cruzadas las manos sobre el pecho, descansa don Pedro, con sus trofeos, con sus insignias.

-¿Qué le acontece a Magdalena?

Las cuatro hermanas arden como cuatro hachones.

Chisporrotean, celosas.

-¿Qué diantre le pasa? ¿Ha extraviado el juicio? ¿O habrá habido algo, algo muy íntimo, entre ella y el Virrey? Pero no, no, es imposible… ¿cuándo?

Don Pedro Melo de Portugal y Villena, de la casa de los duques de Braganza, caballero de la Orden de Santiago, gentilhombre de cámara en ejercicio, primer caballerizo de la Reina, virrey, gobernador y capitán general de las Provincias del Río de la Plata, presidente de la Real Audiencia Pretorial de Buenos Aires, duerme su sueño infinito, bajo el escudo que cubre el manto ducal, el blasón con las torres y las quinas de la familia real portuguesa. Indiferente, su negra cara brilla como el ébano, en el oscilar de las antorchas.

Magdalena, de rodillas, convulsa, responde a los Dominus vobis cum.

Las vecinas se codean:

¡Qué escándalo! Ya ni pudor queda en esta tierra… ¡Y qué calladito lo tuvo!

Pero, simultáneamente, infíltrase en el ánimo de todos esos hombres y de todas esas mujeres, como algo más recio, más sutil que su irritado desdén, un indefinible respeto hacia quien tan cerca estuvo del amo.

La procesión ondula hacia el convento de las capuchinas de Santa Clara, del cual fue protector Su Excelencia. Magdalena no logra casi tenerse en pie. La sostiene el sobrino de don Pedro, y el Marqués de Casa Hermosa, malhumorado, le murmura desflecadas frases de consuelo. Las cuatro hermanas jóvenes no osan mirarse.

¡Mosca muerta! ¡Mosca muerta! ¡Cómo se habrá reído de ellas, para sus adentros, cuando le hicieron sentir, con mil alusiones agrias, su superioridad de mujeres casadas, fecundas, ante la hembra seca, reseca, vieja a los cuarenta años, sin vida, sin nada, que jamás salía del caserón paterno de la Plaza Mayor! ¿Iría el Virrey allí? ¿Iría ella al Fuerte?

¿Dónde se encontrarían?

-¿Qué hacemos? -susurra la segunda.

Han descendido el cadáver a su sepulcro, abierto junto a la reja del coro de las monjas. Se fue don Pedro, como un muñeco suntuoso. Era demasiado soberbio para escuchar el zumbido de avispas que revolotea en torno de su magnificencia displicente.

Despídese el concurso. El regente de la Audiencia, al pasar ante Magdalena, a quien no conoce, le hace una reverencia grave, sin saber por qué. Las cuatro hermanas la rodean, sofocadas, quebrado el orgullo. También los maridos, que se doblan en la rigidez de las casacas y ojean furtivamente alrededor.

Regresan a la gran casa vacía. Nadie dice palabra. Entre la belleza insulsa de las otras, destácase la madurez de Magdalena con quemante fulgor. Les parece que no la han observado bien hasta hoy, que sólo hoy la conocen. Y en el fondo, en el secretísimo fondo de su alma, hermanas y cuñados la temen y la admiran. Es como si un pincel de artista hubiera barnizado esa tela deslucida, agrietada, remozándola para siempre.

Claro que de estas cosas no se hablará. No hay que hablar de estas cosas. Magdalena atraviesa el zaguán de su casa, erguida, triunfante. Ya no la dejará. Hasta el fin de sus días vivirá encerrada, como un ídolo fascinador, como un objeto raro, precioso, casi legendario, en las salas sombrías, esas salas que abandonó por última vez para seguir el cortejo mortuorio de un Virrey a quien no había visto nunca.


Misteriosa Buenos Aires, 1950