jueves, 30 de marzo de 2023

Disputa por señas. Juan Ruiz, Arcipreste de Hita

Juan Ruiz, Arcipreste de Hita


Sucedió una vez que los romanos, que carecían de leyes para su gobierno, fueron a pedirlas a los griegos, que sí las tenían. Estos les respondieron que no merecían poseerlas, ni las podrían entender, puesto que su saber era tan escaso. Pero que si insistían en conocer y usar estas leyes, antes les convendría disputar con sus sabios, para ver si las entendían y merecían llevarlas. Dieron como excusa esta gentil respuesta.

Respondieron los romanos que aceptaban de buen grado y firmaron un convenio para la controversia. Como no entendían sus respectivos lenguajes, se acordó que disputasen por señas y fijaron públicamente un día para su realización.

Los romanos quedaron muy preocupados, sin saber qué hacer, porque no eran letrados y temían el vasto saber de los doctores griegos. Así cavilaban cuando un ciudadano dijo que eligieran un rústico y que hiciera con la mano las señas que Dios le diese a entender: fue un sano consejo.

Buscaron un rústico muy astuto y le dijeron: "Tenemos un convenio con los griegos para disputar por señas: pide lo que quieras y te lo daremos, socórrenos en esta lid".

Lo vistieron con muy ricos paños de gran valor, como si fuera doctor en filosofía. Subió a una alta cátedra y dijo con fanfarronería: "De hoy en más vengan los griegos con toda su porfía". Llegó allí un griego, doctor sobresaliente, alabado y escogido entre todos los griegos. Subió a otra cátedra, ante todo el pueblo reunido. Comenzaron sus señas como se había acordado.

Levantóse el griego, sosegado, con calma, y mostró sólo un dedo, el que está cerca del pulgar; luego se sentó en su mismo sitio. Levantóse el rústico, bravucón y con malas pulgas, mostró tres dedos tendidos hacia el griego, el pulgar y otros dos retenidos en forma de arpón y los otros encogidos. Se sentó el necio, mirando sus vestiduras.

Levantóse el griego, tendió la palma llana y se sentó luego plácidamente. Levantóse el rústico con su vana fantasía y con porfía mostró el puño cerrado.

A todos los de Grecia dijo el sabio: los romanos merecen las leyes, no se las niego. Levantáronse todos en sosiego y paz. Gran honra proporcionó a Roma el rústico villano. 

Preguntaron al griego que fue lo que dijera por señas al romano y qué le respondió éste. Dijo: "Yo dije que hay un DIos, el romano dijo que era uno en tres personas e hizo tal seña. Yo dije que todo estaba bajo su voluntad. Respondió que en su poder estábamos, y dijo verdad. Cuando vi que entendían y creían en la Trinidad, comprendí que merecían leyes certeras".

Preguntaron al rústico cuáles habían sido sus ocurrencias: "Me dijo que con un dedo me quebraría el ojo: tuve gran pesar e ira. Le respondí con saña, con cólera y con indignación que yo le quebraría, ante toda la gente, los ojos con dos dedos y los dientes con el pulgar. Me dijo después que de esto que le prestara atención, que me daría tal palmada que los oídos me vibrarían. Yo le respondí que le daría tal puñetazo que en toda su vida no llegaría a vengarse. Cuando vio la pelea tan despareja dejó de amenazar a quien no le temía".

Por eso dice la fábula de la sabia vieja: "No hay mala palabra si no es tomada a mal. Verá que es bien dicha si fue bien entendida".

 

 

Juan Ruiz, Aripreste de Hita vivió en el siglo XIV; habría muerto en 1351. Entre el '30 y el '45 escribió el Libro de Buen Amor, que mezcla fábulas, cuentos, poesías líricas religiosas y profanas, y digresiones didácticas sobre varios temas, en que confluyen las tradiciones grecolatinas y medievales españolas y francesas con las hispano-árabe y hebrea: a esto se debe la anacronía de la Trinidad en la cultura griega clásica.    



martes, 29 de noviembre de 2022

Escribir. Chantal Maillard


Chantal Maillard


escribir  

para curar  

en la carne abierta  

en el dolor de todos  

en esa muerte que mana 

en mí y es la de todos 

escribir 

para ahuyentar la angustia que describe 

sus círculos de cóndor 

sobre la presa 

aunque en el alma no 

en el alma 

la estimación del tiempo que concluye 

y es arriba 

algo más que un silencio 

con ojos semiabiertos 

escribir 

como condescendencia y como rebeldía

sin elección

sin pausa

porque se va la luz, las fuerzas

se le acaban

y el ser se va de vuelo

en las garras de un ave

carroñera

escribir

para decir el grito

para arrancarlo

para convertirlo

para transformarlo

para desmenuzarlo

para eliminarlo

escribir el dolor

para proyectarlo

para actuar sobre él con la palabra

escribir

para descansar

(escribir que el sol, en invierno, es hermoso)

por no llorar tan dentro

tan a escondidas

escribir

hacia la extenuación

para que se derrame el dolor contenido

desde el inicio del mundo

escribir

para rebelarse

sin provecho

a pesar de la derrota ya prevista

porque no hay rebeldía que no esté justificada

ni violencia que no sea, en el fondo,

inocente,

escribir

con derecho al llanto

escribir para curar

escribir para guarecerse

escribir como si cerrase los ojos

para no cerrarlos

para mover la mano y seguir su curso

para sentirse viva

AÚN

para aplazar la angustia

como simulación

para guiar la mente y que no se desboque

para controlar lo controlable

escribir

como quien deja la luz encendida

y duerme de pie sobre sí mismo

para saldar las cuentas con el miedo

escribir

para reorganizar

escribir

sin hacer concesiones

escribir

como quien des-espera

para cauterizar

para tomarle las medidas al miedo

para conjurar

para morder de nuevo el anzuelo de la vida

para no claudicar

escribir

para apuntar al blanco

escribir

con palabras pequeñas

palabras cotidianas

palabras muy concretas

palabrasojo

palabras animales

palabrasbocadegato

ásperas por dentro y por fuera

suaves como “tal vez”

palabraslatigazo

como “demasiado” y “tarde”

escribir

para no mentir

para dejar de mentir

con palabras abstractas

para poder decir tan sólo lo que cuenta

decir que a las once

de la noche de hoy

mientras la luz calienta

el lado izquierdo de mi almohada

y la sábana verde se desdobla

en el espejo del armario

estoy en mí

en el lugar en que acostumbro

a encontrarme

en este aquí hecho de extraña

duración en lo mismo

repitiéndome

la carne dolorida

los huesos lastimados

los nervios, la piel

tirante, amoratada

el pelo encanecido

el grito sólo postergado

y hoy a las once

de la noche de hoy

mientras la luz calienta

el lado izquierdo de mi almohada

muere un niño

o dos o no sé cuántos

mueren y una anciana dice

sus últimas palabras

o no las dice y muere

y es otra la que habla

pero no habla, dice

apenas dice y muere

sin decir

apenas

nada

y algo se me atraganta

tal vez un alarido

largo como las once horas de esta noche

o tal vez la conciencia

que duerme encendida

como una lumbre la conciencia

de todos los que mueren

como una fogata

un espantoso incendio

que prende en las ventanas

de la ciudad y en el mar no se apaga

una conciencia absurda

una antorchahorizonte

la conciencia de todos los que saben

que se están acabando

en sus huesos de antorcha

hoy, mañana, siempre

escribir

todas las muertes son mi muerte

mi grito es el de todos

y no hay consentimiento

escribir

¿para consentir?

¡escribir para rebelarse!

no hay lugar para plegarias

no hay lugar para el sosiego

el ajuste de las almas

se hace en rebeldía

Estamos solas

y nos pertenecemos.

En nosotras está el poder

Somos un pueblo de almas

en rebeldía

¡Despertad!

Lo que escribo aquí

se traza en el aire

el dolor es la senda

el dolor es el medio

por el dolor la fuerza

que combate el dolor

y lo transforma

por el dolor deshago

mi dolor en lo ajeno

y el ajeno en el mío

escribir

para des-esperar

por todos los que están

por todos

los que fueron

los desaparecidos

escribir para cuidar

sus des

apariciones

para alimentarlas

para que no se enturbien

no tan pronto

no tan siempre

pronto

escribir

para desestructurar

para vencer

las estructuras

para contra

decir

lo dicho

para demoler

escribir

para desestimar

para aprender la delgadez del trazo

su vacío

habituarse a él

a su insignificancia

escribir

para insignificar

escribir

inútilmente

para ejercer lo inútil

para abrazar lo inútil

para hacer de la inutilidad un manantial

escritura como sortilegio

- volé esta madrugada

más alto que ninguna otra vez

Cada noche, en la duración de un grito

viene una sombra nueva

Cada noche, en la duración de un grito,

un alma acude a mí.

La acojo.

En el grito.

Ella no dura. Sólo se abre.

Y hay que entrar. Suavizar.

No hay que recordar.

Tan sólo entrar.

Respirando. – 

escribir luego

para reforzar

los frágiles puentes

los conductos sutiles

con temor

de que se borren

en el espacio leve

entre lo presentido y lo sentido

Escribir

para desescribir

para desdecir

para reorganizar

las consciencias y

que cada una cumpla

su ceguera

El espacio de las almas

ha de guardarse oculto

En la palabra está el engaño

escribir pues

para confundir

para emborronar

y, luego, volver a escribir

en el orden que conviene

el mundo que hemos aprendido

escribir

como quien cuenta los pasos que da

por no oír el silencio

como quien cuenta pasos – uno, dos -

y se salta el tercero -cuatro, cinco-

para ver si se ha ido

para comprobar

pero no: sigue estando

y ya no dejará de andar

para contar los pasos

hasta caer exhausto

en el silencio enorme que se ensancha

entre sus piernas como un charco

de sangre

escribir

porque el héroe se hace con el miedo

sobre todo su miedo

a partir de su miedo

se hace héroe el héroe

ahuecando el miedo

y llenándolo de acción

para entumecerlo

haciendo tiempo en lo hermoso

haciendo tiempo en lo vivo

yo no soy ningún héroe

yo sólo escribo

para colmar la distancia

entre mi miedo y yo

escribir

“Se pone un abrigo de cuero.”

escribir

“Un hombre joven se levanta del asiento.

Se pone un abrigo de cuero.

Lleva gafas oscuras.

Se vuelve.

Su espalda es ancha.

Se dirige a la puerta.

No sé qué hará mañana.

No le conozco.

Ha cruzado la vía.

El cristal me devuelve mis ojos

y esa tristeza que se mide en mis labios.

El hombre joven tal vez camina hacia una casa.

Tal vez sea su casa.”

escribir

“En mi rostro el paisaje

- atravesándolo -

el paisaje.”

escribir

“Tiene las uñas recortadas.”

escribir

“Se desprende, muy lenta, de una frase,

la desliza en el cuaderno y espera.

Tiene las uñas recortadas

y una blusa de encaje.

Lleva una bolsa de color violeta

en las rodillas.

Cuando respira hace juego

con los versos de Sylvia Plath.

Hay un desfiladero en su mirada

y no termina de cruzarlo.”

escribir

para confundir las palabras

y que las cosas aparezcan

(Campos de limoneros cargados con sus frutos. Y cañizales

separando sembrados. Y vinagreras cubriendo de oro las taludes… )

que las cosas presionen

que un mundo se abra paso

(Es invierno, y ya crecen el trigo y la alfalfa. Aún hay campos entre ciudades y hermosos pueblos y una anciana se sienta 

en un portal con un rayo de sol en su regazo.

La tierra arada humea bajo el sol y los olivos jóvenes tensan sus cuerpos retorcidos hacia el cielo. Creciendo. Crecer es 

ascender.

Crecer es ensancharse.

Crecer es romper límites.

Crecer es invadir… )

que estallen los cristales de mis manos

que abran ojos en las letras

(Hileras de olivos.

Sus sombras paralelas… )

escribir

para rastrear

escribir

para perdonar

para ser perdonado

¿Dónde hallaré al sacerdote,

al mediador, aquel que tenga

conocimiento de los límites

y el poder de traspasarlos?

¿dónde hallaré a aquel

capaz de arder sin consumirse

y, entre los muertos y los vivos,

ecualizar

transformar, ¡bendecir!?

escribir

para hallar la paz

después de haber hablado

con los muertos

escribir

para sellar la paz

para conciliar

en mí

para perdonar en mí

escribir

la culpa misma que golpea y se licúa

en el pecho

y surte y es agua que mana

con fuerza y que nos une

agua que forma

remolino de amor irradiando

todas las culpas son

el mismo sufrimiento

el de existir queriendo

queriendo serlo todo

queriéndolo todo

y todo está en mis manos

en esta encrucijada donde permanecemos

el tiempo suficiente

para sufrirlo todo

en mi interior barrunto el gran estruendo:

todo el dolor del mundo me pesa entre los muslos

abrid los ojos: ¡ved!

es tan terrible vivir

¡quien sobrevive saluda!

morituri somos todos

toda la historia de tu estirpe

está presente y te reclama

como crisol

eres

la mediadora

operas

en ti misma el milagro

de la conciliación

y de repente soportas

el peso del mundo y su dolor

lo bebes todo entero.

Agradecida.

escribir

porque crujen las rodillas

y hay como un sueño

esperando ser soñado

justo detrás del dolor.

- Hoy observé las gaviotas.

He de volar muy alto esta noche.

He de volar sin lastre.

Hasta que amanezca.-

escribir

“otoño”

para recordar cómo

uníamos castañas con palillos de dientes

y surgían princesas y perros y dragones

y mi madre era hermosa

y ¿quién sabe? tal vez

fue feliz, también ella,

ese día.

escribir

para arquear el espinazo de las letras

a imagen del dolor

para trazar las líneas de la vida

líneas que se encogen

líneas retráctiles

como nervios apresados en la carne

como venas quebradizas

venenos infiltrados

en las arterias, líneas

que merodean en torno al corazón

calado por la angustia

y el cansancio

líneas como cables tendidos

entre una vida y otra menos vida

líneas ultracortas

líneas entrecortadas

líneas respiradero

líneas túnel

para desembocar

en el horizonte

recuperar allí

las fuerzas del principio pero

líneas quebradas

presionadas

oprimidas, líneas

de vuelta atrás

combadas sobre el tiempo

que queda

el tiempo que nos queda

termitero o volcán

vaciado por los seres (los insectos, la lava)

que operan desde dentro

líneas

de retroceso

¡si fuesen sólo al sueño!

pero no: más abajo.

escribir

como quien muerde un rayo

con los brazos en cruz

escribir

que sus pulmones se cerraron

como las alas de una

mariposa.

Dejó un rastro de polvo azul

en los dedos de quienes fueron

a tocarla

escribir

como aquel que se fuga de un hospital y arrastra tras de sí

las sondas, el goteo, la máscara de oxígeno y corre

sobre agujas envenedadas

¡Despertad!

¡nadie podrá evitarlo!

sólo es cuestión de tiempo

contad los gritos que dais

en el fondo del agua

¡Contad los gritos!

cada cual con su dolor a solas

el mismo dolor de todos

- Alguien disimula. Sonríe,

devuelvo la sonrisa. Sé

que para él ya oscureció.

También él lo sabe.

Pero se esfuerza. Todos

nos esforzamos.

Gritar es esforzarse.

Gritar es rebelarse. -

escribir

porque alguien olvidó gritar

y hay un espacio en blanco

ahora, que lo habita

escribir

porque es la forma más veloz

que tengo de moverme

escribir

¿y no hacer literatura?

¡y qué más da!

hay demasiado dolor

en el pozo de este cuerpo

para que me resulte importante

una cuestión de este tipo.

Escribo

para que el agua envenenada

pueda beberse.

_


Escribir (en Matar a Platón. Tusquets)

martes, 16 de agosto de 2022

Bertolt Brecht. "El origen del Tao-Te-King"

 Leyenda sobre el origen del libro Tao-Te-King, dictado por Lao-Tse en el camino de la emigración.

Bertolt Brecht



A los setenta años, ya achacoso,
sintió el maestro un ansia de paz.
Moría la bondad en el país
y se iba haciendo fuerte la maldad.
Se abrochó lo zapatos.

Empaquetó las cosas necesarias.
Pocas. Pero algo había que llevar.
La pipa en que fumaba cada noche.
El libro que leía a todas horas.
Algo de pan blanco.

Gozó mirando el valle, y lo olvidó
cuando la senda comenzó a ascender.
Rumiaba el buey, alegre, hierba fresca
mientras llevaba al viejo.
Pues iba muy deprisa para él.

Caminó cuatro días entre peñas
hasta que un aduanero lo paró.
“¿Alguna cosa de valor?” “Ninguna”.
“Es un maestro”, dijo el joven guía
del buey. Y el aduanero comprendió.

Y el hombre, en un impulso afectuoso,
aún preguntó: “¿Qué ha llegado a saber?”
Y el muchacho explicó: “Que el agua blanda
hasta la piedra acaba por vencer.
Lo duro pierde.”

Aprovechando aquel atardecer,
tiro el guía del buey, siguiendo viaje.
Ya se perdían tras un pino negro
cuando los alcanzó el buen aduanero.
Les gritaba: “¡Esperadme!”

“Dime otra vez eso del agua, anciano”
Se detuvo el maestro: “¿Te interesa?”
“Soy sólo un aduanero”, dijo el hombre,
“pero quiero saber quien vencerá.
Si tú lo sabes, dímelo.

¡Escríbemelo! ¡Díctalo a este niño!
No lo reserves sólo para ti.
En casa te daré tinta y papel.
Y también de cenar. Yo vivo allí.
¿Aceptas mi propuesta?”

Examinó el anciano al aduanero:
chaqueta remendada, sin zapatos,
viejo antes de llegar a la vejez.
No era precisamente un triunfador.
Murmuró: “¿Tu también?”.

Había vivido demasiado para
no aceptar tan amable invitación.
“Quien pregunta, merece una respuesta.
Parémonos aquí”, dijo en voz alta.
“Hace ya frio”, el guía le apoyó.

Echo pie a tierra el sabio de su buey.
Escribieron durante siete días
alimentados por el aduanero,
quien maldecía ahora en voz muy baja
a los contrabandistas.

Una mañana, al fin, ochenta y una
sentencias dio el muchacho al aduanero.
Y, agradeciéndole un pequeño don,
se perdieron detrás del pino negro.
No es fácil encontrar tanta atención.

No celebremos, pues, tan sólo al sabio
cuyo nombre en el libro resplandece.
Al sabio hay que arrancarle su saber.
Al aduanero que se lo pidió
demos gracias también.

lunes, 13 de abril de 2020

El ilustre amor. Manuel Mujica Láinez

Foto de Sara Facio

En el aire fino, mañanero, de abril, avanza oscilando por la Plaza Mayor la pompa fúnebre del quinto Virrey del Río de la Plata. Magdalena la espía hace rato por el entreabierto postigo, aferrándose a la reja de su ventana. Traen al muerto desde la que fue su residencia del Fuerte, para exponerle durante los oficios de la Catedral y del convento de las monjas capuchinas. Dicen que viene muy bien embalsamado, con el hábito de Santiago por mortaja, al cinto el espadín. También dicen que se le ha puesto la cara negra.

A Magdalena le late el corazón locamente. De vez en vez se lleva el pañuelo a los labios. Otras, no pudiendo dominarse, abandona su acecho y camina sin razón por el aposento enorme, oscuro. El vestido enlutado y la mantilla de duelo disimulan su figura otoñal de mujer que nunca ha sido hermosa. Pero pronto regresa a la ventana y empuja suavemente el tablero. Poco falta ya. Dentro de unos minutos el séquito pasará frente a su casa.

Magdalena se retuerce las manos. ¿Se animará, se animará a salir?

Ya se oyen los latines con claridad. Encabeza la marcha el deán, entre los curas catedralicios y los diáconos cuyo andar se acompasa con el lujo de las dalmáticas. Sigue el Cabildo eclesiástico, en alto las cruces y los pendones de las cofradías. Algunos esclavos se han puesto de hinojos junto a la ventana de Magdalena. Por encima de sus cráneos motudos, desfilan las mazas del Cabildo. Tendrá que ser ahora. Magdalena ahoga un grito, abre la puerta y sale.

Afuera, la Plaza inmensa, trémula bajo el tibio sol, está inundada de gente. Nadie quiso perder las ceremonias. El ataúd se balancea como una barca sobre el séquito despacioso. Pasan ahora los miembros del Consulado y los de la Real Audiencia, con el regente de golilla. Pasan el Marqués de Casa Hermosa y el secretario de Su Excelencia y el comandante de Forasteros. Los oficiales se turnan para tomar, como si fueran reliquias, las telas de bayeta que penden de la caja. Los soldados arrastran cuatro cañones viejos. El Virrey va hacia su morada última en la Iglesia de San Juan.

Magdalena se suma al cortejo llorando desesperadamente. El sobrino de Su Excelencia se hace a un lado, a pesar del rigor de la etiqueta, y le roza un hombro con la mano perdida entre encajes, para sosegar tanto dolor. Pero Magdalena no calla. Su llanto se mezcla a los latines litúrgicos, cuya música decora el nombre ilustre: “Excmo. Domino Pedro Melo de Portugal et Villena, militaris ordinis Sancti Jacobi…”

El Marqués de Casa Hermosa vuelve un poco la cabeza altiva en pos de quién gime así. Y el secretario virreinal también, sorprendido. Y los cónsules del Real Consulado. Quienes más se asombran son las cuatro hermanas de Magdalena, las cuatro hermanas jóvenes cuyos maridos desempeñan cargos en el gobierno de la ciudad.

-¿Qué tendrá Magdalena?

-¿Qué tendrá Magdalena?

-¿Cómo habrá venido aquí, ella que nunca deja la casa?

Las otras vecinas lo comentan con bisbiseos hipócritas, en el rumor de los largos rosarios.

-¿Por qué llorará así Magdalena?

A las cuatro hermanas ese llanto y ese duelo las perturban. ¿Qué puede importarle a la mayor, a la enclaustrada, la muerte de don Pedro? ¿Qué pudo acercarla a señorón tan distante, al señor cuyas órdenes recibían sus maridos temblando, como si emanaran del propio Rey? El Marqués de Casa Hermosa suspira y menea la cabeza. Se alisa la blanca peluca y tercia la capa porque la brisa se empieza a enfriar.

Ya suenan sus pasos en la Catedral, atisbados por los santos y las vírgenes. Disparan los cañones reumáticos, mientras depositan a don Pedro en el túmulo que diez soldados custodian entre hachones encendidos. Ocupa cada uno su lugar receloso de precedencias. En el altar frontero, levántase la gloria de los salmos. El deán comienza a rezar el oficio.

Magdalena se desliza quedamente entre los oidores y los cónsules. Se aproxima al asiento de dosel donde el decano de la Audiencia finge meditaciones profundas. Nadie se atreve a protestar por el atentado contra las jerarquías. ¡Es tan terrible el dolor de esta mujer!

El deán, al tornarse con los brazos abiertos como alas, para la primera bendición, la ve y alza una ceja. Tose el Marqués de Casa Hermosa, incómodo. Pero el sobrino del Virrey permanece al lado de la dama cuitada, palmeándola, calmándola.

Sólo unos metros escasos la separan del túmulo. Allá arriba, cruzadas las manos sobre el pecho, descansa don Pedro, con sus trofeos, con sus insignias.

-¿Qué le acontece a Magdalena?

Las cuatro hermanas arden como cuatro hachones.

Chisporrotean, celosas.

-¿Qué diantre le pasa? ¿Ha extraviado el juicio? ¿O habrá habido algo, algo muy íntimo, entre ella y el Virrey? Pero no, no, es imposible… ¿cuándo?

Don Pedro Melo de Portugal y Villena, de la casa de los duques de Braganza, caballero de la Orden de Santiago, gentilhombre de cámara en ejercicio, primer caballerizo de la Reina, virrey, gobernador y capitán general de las Provincias del Río de la Plata, presidente de la Real Audiencia Pretorial de Buenos Aires, duerme su sueño infinito, bajo el escudo que cubre el manto ducal, el blasón con las torres y las quinas de la familia real portuguesa. Indiferente, su negra cara brilla como el ébano, en el oscilar de las antorchas.

Magdalena, de rodillas, convulsa, responde a los Dominus vobis cum.

Las vecinas se codean:

¡Qué escándalo! Ya ni pudor queda en esta tierra… ¡Y qué calladito lo tuvo!

Pero, simultáneamente, infíltrase en el ánimo de todos esos hombres y de todas esas mujeres, como algo más recio, más sutil que su irritado desdén, un indefinible respeto hacia quien tan cerca estuvo del amo.

La procesión ondula hacia el convento de las capuchinas de Santa Clara, del cual fue protector Su Excelencia. Magdalena no logra casi tenerse en pie. La sostiene el sobrino de don Pedro, y el Marqués de Casa Hermosa, malhumorado, le murmura desflecadas frases de consuelo. Las cuatro hermanas jóvenes no osan mirarse.

¡Mosca muerta! ¡Mosca muerta! ¡Cómo se habrá reído de ellas, para sus adentros, cuando le hicieron sentir, con mil alusiones agrias, su superioridad de mujeres casadas, fecundas, ante la hembra seca, reseca, vieja a los cuarenta años, sin vida, sin nada, que jamás salía del caserón paterno de la Plaza Mayor! ¿Iría el Virrey allí? ¿Iría ella al Fuerte?

¿Dónde se encontrarían?

-¿Qué hacemos? -susurra la segunda.

Han descendido el cadáver a su sepulcro, abierto junto a la reja del coro de las monjas. Se fue don Pedro, como un muñeco suntuoso. Era demasiado soberbio para escuchar el zumbido de avispas que revolotea en torno de su magnificencia displicente.

Despídese el concurso. El regente de la Audiencia, al pasar ante Magdalena, a quien no conoce, le hace una reverencia grave, sin saber por qué. Las cuatro hermanas la rodean, sofocadas, quebrado el orgullo. También los maridos, que se doblan en la rigidez de las casacas y ojean furtivamente alrededor.

Regresan a la gran casa vacía. Nadie dice palabra. Entre la belleza insulsa de las otras, destácase la madurez de Magdalena con quemante fulgor. Les parece que no la han observado bien hasta hoy, que sólo hoy la conocen. Y en el fondo, en el secretísimo fondo de su alma, hermanas y cuñados la temen y la admiran. Es como si un pincel de artista hubiera barnizado esa tela deslucida, agrietada, remozándola para siempre.

Claro que de estas cosas no se hablará. No hay que hablar de estas cosas. Magdalena atraviesa el zaguán de su casa, erguida, triunfante. Ya no la dejará. Hasta el fin de sus días vivirá encerrada, como un ídolo fascinador, como un objeto raro, precioso, casi legendario, en las salas sombrías, esas salas que abandonó por última vez para seguir el cortejo mortuorio de un Virrey a quien no había visto nunca.


Misteriosa Buenos Aires, 1950

miércoles, 12 de febrero de 2014

El Quijote de la Mancha. Miguel de Cervantes Saavedra. Capítulo VIII


  

(Del buen suceso que el valeroso don Quijote tuvo en la espantable y jamás imaginada aventura de los molinos de viento, con otros sucesos dignos de felice recordación)





En esto, descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo; y, así como don Quijote los vio, dijo a su escudero:
–La ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear, porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta, o pocos más, desaforados gigantes, con quien pienso hacer batalla y quitarles a todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer; que ésta es buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra.
–¿Qué gigantes? –dijo Sancho Panza.
–Aquellos que allí ves –respondió su amo– de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas.
–Mire vuestra merced –respondió Sancho– que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que, volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino.
–Bien parece –respondió don Quijote– que no estás cursado en esto de las aventuras: ellos son gigantes; y si tienes miedo, quítate de ahí, y ponte en oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla.
Y, diciendo esto, dio de espuelas a su caballo Rocinante, sin atender a las voces que su escudero Sancho le daba, advirtiéndole que, sin duda alguna, eran molinos de viento, y no gigantes, aquellos que iba a acometer. Pero él iba tan puesto en que eran gigantes, que ni oía las voces de su escudero Sancho ni echaba de ver, aunque estaba ya bien cerca, lo que eran; antes, iba diciendo en voces altas:
–Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete.
Levantóse en esto un poco de viento y las grandes aspas comenzaron a moverse, lo cual visto por don Quijote, dijo:
–Pues, aunque mováis más brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis de pagar.
Y, en diciendo esto, y encomendándose de todo corazón a su señora Dulcinea, pidiéndole que en tal trance le socorriese, bien cubierto de su rodela, con la lanza en el ristre, arremetió a todo el galope de Rocinante y embistió con el primero molino que estaba delante; y, dándole una lanzada en el aspa, la volvió el viento con tanta furia que hizo la lanza pedazos, llevándose tras sí al caballo y al caballero, que fue rodando muy maltrecho por el campo. Acudió Sancho Panza a socorrerle, a todo el correr de su asno, y cuando llegó halló que no se podía menear: tal fue el golpe que dio con él Rocinante.
–¡Válame Dios! –dijo Sancho–. ¿No le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que hacía, que no eran sino molinos de viento, y no lo podía ignorar sino quien llevase otros tales en la cabeza?
–Calla, amigo Sancho –respondió don Quijote–, que las cosas de la guerra, más que otras, están sujetas a continua mudanza; cuanto más, que yo pienso, y es así verdad, que aquel sabio Frestón que me robó el aposento y los libros ha vuelto estos gigantes en molinos por quitarme la gloria de su vencimiento: tal es la enemistad que me tiene; mas, al cabo al cabo, han de poder poco sus malas artes contra la bondad de mi espada.
–Dios lo haga como puede –respondió Sancho Panza.
Y, ayudándole a levantar, tornó a subir sobre Rocinante, que medio despaldado estaba. Y, hablando en la pasada aventura, siguieron el camino del Puerto Lápice, porque allí decía don Quijote que no era posible dejar de hallarse muchas y diversas aventuras, por ser lugar muy pasajero; sino que iba muy pesaroso por haberle faltado la lanza; y, diciéndoselo a su escudero, le dijo:
–Yo me acuerdo haber leído que un caballero español, llamado Diego Pérez de Vargas, habiéndosele en una batalla roto la espada, desgajó de una encina un pesado ramo o tronco, y con él hizo tales cosas aquel día, y machacó tantos moros, que le quedó por sobrenombre Machuca, y así él como sus decendientes se llamaron, desde aquel día en adelante, Vargas y Machuca. Hete dicho esto, porque de la primera encina o roble que se me depare pienso desgajar otro tronco tal y tan bueno como aquél, que me imagino y pienso hacer con él tales hazañas, que tú te tengas por bien afortunado de haber merecido venir a vellas y a ser testigo de cosas que apenas podrán ser creídas.
–A la mano de Dios –dijo Sancho–; yo lo creo todo así como vuestra merced lo dice; pero enderécese un poco, que parece que va de medio lado, y debe de ser del molimiento de la caída.
–Así es la verdad –respondió don Quijote–; y si no me quejo del dolor, es porque no es dado a los caballeros andantes quejarse de herida alguna, aunque se le salgan las tripas por ella.
–Si eso es así, no tengo yo qué replicar –respondió Sancho–, pero sabe Dios si yo me holgara que vuestra merced se quejara cuando alguna cosa le doliera. De mí sé decir que me he de quejar del más pequeño dolor que tenga, si ya no se entiende también con los escuderos de los caballeros andantes eso del no quejarse.
No se dejó de reír don Quijote de la simplicidad de su escudero; y así, le declaró que podía muy bien quejarse, como y cuando quisiese, sin gana o con ella; que hasta entonces no había leído cosa en contrario en la orden de caballería. Díjole Sancho que mirase que era hora de comer. Respondióle su amo que por entonces no le hacía menester; que comiese él cuando se le antojase. Con esta licencia, se acomodó Sancho lo mejor que pudo sobre su jumento, y, sacando de las alforjas lo que en ellas había puesto, iba caminando y comiendo detrás de su amo muy de su espacio, y de cuando en cuando empinaba la bota, con tanto gusto, que le pudiera envidiar el más regalado bodegonero de Málaga. Y, en tanto que él iba de aquella manera menudeando tragos, no se le acordaba de ninguna promesa que su amo le hubiese hecho, ni tenía por ningún trabajo, sino por mucho descanso, andar buscando las aventuras, por peligrosas que fuesen.
En resolución, aquella noche la pasaron entre unos árboles, y del uno dellos desgajó don Quijote un ramo seco que casi le podía servir de lanza, y puso en él el hierro que quitó de la que se le había quebrado. Toda aquella noche no durmió don Quijote, pensando en su señora Dulcinea, por acomodarse a lo que había leído en sus libros, cuando los caballeros pasaban sin dormir muchas noches en las florestas y despoblados, entretenidos con las memorias de sus señoras. No la pasó ansí Sancho Panza, que, como tenía el estómago lleno, y no de agua de chicoria, de un sueño se la llevó toda; y no fueran parte para despertarle, si su amo no lo llamara, los rayos del sol, que le daban en el rostro, ni el canto de las aves, que, muchas y muy regocijadamente, la venida del nuevo día saludaban. Al levantarse dio un tiento a la bota, y hallóla algo más flaca que la noche antes; y afligiósele el corazón, por parecerle que no llevaban camino de remediar tan presto su falta. No quiso desayunarse don Quijote, porque, como está dicho, dio en sustentarse de sabrosas memorias. Tornaron a su comenzado camino del Puerto Lápice, y a obra de las tres del día le descubrieron.
–Aquí –dijo, en viéndole, don Quijote– podemos, hermano Sancho Panza, meter las manos hasta los codos en esto que llaman aventuras. Mas advierte que, aunque me veas en los mayores peligros del mundo, no has de poner mano a tu espada para defenderme, si ya no vieres que los que me ofenden es canalla y gente baja, que en tal caso bien puedes ayudarme; pero si fueren caballeros, en ninguna manera te es lícito ni concedido por las leyes de caballería que me ayudes, hasta que seas armado caballero.
–Por cierto, señor –respondió Sancho–, que vuestra merced sea muy bien obedicido en esto; y más, que yo de mío me soy pacífico y enemigo de meterme en ruidos ni pendencias. Bien es verdad que, en lo que tocare a defender mi persona, no tendré mucha cuenta con esas leyes, pues las divinas y humanas permiten que cada uno se defienda de quien quisiere agr[a]viarle.
–No digo yo menos –respondió don Quijote–; pero, en esto de ayudarme contra caballeros, has de tener a raya tus naturales ímpetus.
–Digo que así lo haré –respondió Sancho–, y que guardaré ese preceto tan bien como el día del domingo.
Estando en estas razones, asomaron por el camino dos frailes de la orden de San Benito, caballeros sobre dos dromedarios: que no eran más pequeñas dos mulas en que venían. Traían sus antojos de camino y sus quitasoles. Detrás dellos venía un coche, con cuatro o cinco de a caballo que le acompañaban y dos mozos de mulas a pie. Venía en el coche, como después se supo, una señora vizcaína, que iba a Sevilla, donde estaba su marido, que pasaba a las Indias con un muy honroso cargo. No venían los frailes con ella, aunque iban el mesmo camino; mas, apenas los divisó don Quijote, cuando dijo a su escudero:
–O yo me engaño, o ésta ha de ser la más famosa aventura que se haya visto; porque aquellos bultos negros que allí parecen deben de ser, y son sin duda, algunos encantadores que llevan hurtada alguna princesa en aquel coche, y es menester deshacer este tuerto a todo mi poderío.
–Peor será esto que los molinos de viento –dijo Sancho–. Mire, señor, que aquéllos son frailes de San Benito, y el coche debe de ser de alguna gente pasajera. Mire que digo que mire bien lo que hace, no sea el diablo que le engañe.
–Ya te he dicho, Sancho –respondió don Quijote–, que sabes poco de achaque de aventuras; lo que yo digo es verdad, y ahora lo verás.
Y, diciendo esto, se adelantó y se puso en la mitad del camino por donde los frailes venían, y, en llegando tan cerca que a él le pareció que le podrían oír lo que dijese, en alta voz dijo:
–Gente endiablada y descomunal, dejad luego al punto las altas princesas que en ese coche lleváis forzadas; si no, aparejaos a recebir presta muerte, por justo castigo de vuestras malas obras.
Detuvieron los frailes las riendas, y quedaron admirados, así de la figura de don Quijote como de sus razones, a las cuales respondieron:
–Señor caballero, nosotros no somos endiablados ni descomunales, sino dos religiosos de San Benito que vamos nuestro camino, y no sabemos si en este coche vienen, o no, ningunas forzadas princesas.
–Para conmigo no hay palabras blandas, que ya yo os conozco, fementida canalla –dijo don Quijote.
Y, sin esperar más respuesta, picó a Rocinante y, la lanza baja, arremetió contra el primero fraile, con tanta furia y denuedo que, si el fraile no se dejara caer de la mula, él le hiciera venir al suelo mal de su grado, y aun malferido, si no cayera muerto. El segundo religioso, que vio del modo que trataban a su compañero, puso piernas al castillo de su buena mula, y comenzó a correr por aquella campaña, más ligero que el mesmo viento.
Sancho Panza, que vio en el suelo al fraile, apeándose ligeramente de su asno, arremetió a él y le comenzó a quitar los hábitos. Llegaron en esto dos mozos de los frailes y preguntáronle que por qué le desnudaba. Respondióles Sancho que aquello le tocaba a él ligítimamente, como despojos de la batalla que su señor don Quijote había ganado. Los mozos, que no sabían de burlas, ni entendían aquello de despojos ni batallas, viendo que ya don Quijote estaba desviado de allí, hablando con las que en el coche venían, arremetieron con Sancho y dieron con él en el suelo; y, sin dejarle pelo en las barbas, le molieron a coces y le dejaron tendido en el suelo sin aliento ni sentido. Y, sin detenerse un punto, tornó a subir el fraile, todo temeroso y acobardado y sin color en el rostro; y, cuando se vio a caballo, picó tras su compañero, que un buen espacio de allí le estaba aguardando, y esperando en qué paraba aquel sobresalto; y, sin querer aguardar el fin de todo aquel comenzado suceso, siguieron su camino, haciéndose más cruces que si llevaran al diablo a las espaldas.
Don Quijote estaba, como se ha dicho, hablando con la señora del coche, diciéndole:
–La vuestra fermosura, señora mía, puede facer de su persona lo que más le viniere en talante, porque ya la soberbia de vuestros robadores yace por el suelo, derribada por este mi fuerte brazo; y, porque no penéis por saber el nombre de vuestro libertador, sabed que yo me llamo don Quijote de la Mancha, caballero andante y aventurero, y cautivo de la sin par y hermosa doña Dulcinea del Toboso; y, en pago del beneficio que de mí habéis recebido, no quiero otra cosa sino que volváis al Toboso, y que de mi parte os presentéis ante esta señora y le digáis lo que por vuestra libertad he fecho.
Todo esto que don Quijote decía escuchaba un escudero de los que el coche acompañaban, que era vizcaíno; el cual, viendo que no quería dejar pasar el coche adelante, sino que decía que luego había de dar la vuelta al Toboso, se fue para don Quijote y, asiéndole de la lanza, le dijo, en mala lengua castellana y peor vizcaína, desta manera:
–Anda, caballero que mal andes; por el Dios que crióme, que, si no dejas coche, así te matas como estás ahí vizcaíno.
Entendióle muy bien don Quijote, y con mucho sosiego le respondió:
–Si fueras caballero, como no lo eres, ya yo hubiera castigado tu sandez y atrevimiento, cautiva criatura.
A lo cual replicó el vizcaíno:
–¿Yo no caballero? Juro a Dios tan mientes como cristiano. Si lanza ar[r]ojas y espada sacas, ¡el agua cuán presto verás que al gato llevas! Vizcaíno por tierra, hidalgo por mar, hidalgo por el diablo; y mientes que mira si otra dices cosa.
–¡Ahora lo veredes, dijo Agrajes! –respondió don Quijote.
Y, ar[r]ojando la lanza en el suelo, sacó su espada y embrazó su rodela, y arremetió al vizcaíno con determinación de quitarle la vida. El vizcaíno, que así le vio venir, aunque quisiera apearse de la mula, que, por ser de las malas de alquiler, no había que fiar en ella, no pudo hacer otra cosa sino sacar su espada; pero avínole bien que se halló junto al coche, de donde pudo tomar una almohada que le sirvió de escudo, y luego se fueron el uno para el otro, como si fueran dos mortales enemigos. La demás gente quisiera ponerlos en paz, mas no pudo, porque decía el vizcaíno en sus mal trabadas razones que si no le dejaban acabar su batalla, que él mismo había de matar a su ama y a toda la gente que se lo estorbase. La señora del coche, admirada y temerosa de lo que veía, hizo al cochero que se desviase de allí algún poco, y desde lejos se puso a mirar la rigurosa contienda, en el discurso de la cual dio el vizcaíno una gran cuchillada a don Quijote encima de un hombro, por encima de la rodela, que, a dársela sin defensa, le abriera hasta la cintura. Don Quijote, que sintió la pesadumbre de aquel desaforado golpe, dio una gran voz, diciendo:
–¡Oh señora de mi alma, Dulcinea, flor de la fermosura, socorred a este vuestro caballero, que, por satisfacer a la vuestra mucha bondad, en este riguroso trance se halla!
El decir esto, y el apretar la espada, y el cubrirse bien de su rodela, y el arremeter al vizcaíno, todo fue en un tiempo, llevando determinación de aventurarlo todo a la de un gol[pe] solo.
El vizcaíno, que así le vio venir contra él, bien entendió por su denuedo su coraje, y determinó de hacer lo mesmo que don Quijote; y así, le aguardó bien cubierto de su almohada, sin poder rodear la mula a una ni a otra parte; que ya, de puro cansada y no hecha a semejantes niñerías, no podía dar un paso.
Venía, pues, como se ha dicho, don Quijote contra el cauto vizcaíno, con la espada en alto, con determinación de abrirle por medio, y el vizcaíno le aguardaba ansimesmo levantada la espada y aforrado con su almohada, y todos los circunstantes estaban temerosos y colgados de lo que había de suceder de aquellos tamaños golpes con que se amenazaban; y la señora del coche y las demás criadas suyas estaban haciendo mil votos y ofrecimientos a todas las imágenes y casas de devoción de España, porque Dios librase a su escudero y a ellas de aquel tan grande peligro en que se hallaban.
Pero está el daño de todo esto que en este punto y término deja pendiente el autor desta historia esta batalla, disculpándose que no halló más escrito destas hazañas de don Quijote de las que deja referidas. Bien es verdad que el segundo autor desta obra no quiso creer que tan curiosa historia estuviese entregada a las leyes del olvido, ni que hubiesen sido tan poco curiosos los ingenios de la Mancha que no tuviesen en sus archivos o en sus escritorios algunos papeles que deste famoso caballero tratasen; y así, con esta imaginación, no se desesperó de hallar el fin desta apacible historia, el cual, siéndole el cielo favorable, le halló del modo que se contará en la segunda parte.

Espantapájaros -16- Oliverio Girondo




A unos les gusta el alpinismo. A otros les entretiene el dominó. A mí me encanta la transmigración.
Mientras aquéllos se pasan la vida colgados de una soga o pegando puñetazos sobre una mesa, yo me lo paso transmigrando de un cuerpo a otro, yo no me canso nunca de transmigrar.
Desde el amanecer, me instalo en algún eucalipto a respirar la brisa de la mañana. Duermo una siesta mineral, dentro de la
primera piedra que hallo en mi camino, y antes de anochecer ya estoy pensando la noche y las chimeneas con un espíritu de gato.
¡Qué delicia la de metamorfosearse en abejorro, la de sorber el polen de las rosas! ¡Qué voluptuosidad la de ser tierra, la de sentirse penetrado de tubérculos, de raíces, de una vida latente que nos fecunda... y nos hace cosquillas!
Para apreciar el jamón ¿no es indispensable ser chancho? Quien no logre transformarse en caballo ¿podrá saborear el gusto de los valles y darse cuenta de lo que significa “tirar el carro”?...
Poseer una virgen es muy distinto a experimentar las sensaciones de la virgen mientras la estamos poseyendo, y una cosa es mirar el mar desde la playa, otra contemplarlo con unos ojos de cangrejo.
Por eso a mí me gusta meterme en las vidas ajenas, vivir todas sus secreciones, todas sus esperanzas, sus buenos y sus malos humores.
Por eso a mí me gusta rumiar la pampa y el crepúsculo personificado en una vaca, sentir la gravitación y los ramajes con un cerebro de nuez o de castaña, arrodillarme en pleno campo, para cantarle con una voz de sapo a las estrellas.
¡Ah, el encanto de haber sido camello, zanahoria, manzana, y la satisfacción de comprender, a fondo, la pereza de los remansos.... y de los camaleones!...
¡Pensar que durante toda su existencia, la mayoría de los hombres no han sido ni siquiera mujer!... ¿Cómo es posible que no se aburran de sus apetitos, de sus espasmos y que no necesiten experimentar, de vez en cuando, los de las cucarachas... los de las madreselvas?
Aunque me he puesto, muchas veces, un cerebro de imbécil, jamás he comprendido que se pueda vivir, eternamente, con un mismo esqueleto y un mismo sexo.
Cuando la vida es demasiado humana —¡únicamente humana!— el mecanismo de pensar ¿no resulta una enfermedad más larga y más aburrida que cualquier otra?
Yo, al menos, tengo la certidumbre que no hubiera podido soportarla sin esa aptitud de evasión, que me permite trasladarme adonde yo no estoy: ser hormiga, jirafa, poner un huevo, y lo que es más importante aún, encontrarme conmigo mismo en el momento en que me había olvidado, casi completamente, de mi propia existencia.

miércoles, 30 de octubre de 2013

de El espejo en el espejo. Michael Ende








UN MUNDO FRAGMENTADO
(EN BUSCA DE LA PALABRA QUE RELACIONE TODO CON TODO)



La dama corrió la cortina negra de la ventanilla de su coche y preguntó:
-¿Por qué no vas más de prisa? ¡Ya sabes lo que significa para mí llegar a tiempo a la fiesta!
El cochero cojo se inclinó desde el pescante hacia ella y contestó:
-Hemos entrado en un convoy, madame. Yo tampoco sé cómo. Seguramente me quedé un poco dormido. Sea como fuere, está ahí de pronto esa gente que nos atasca la carretera.
La dama se asomó a la ventana. Efectivamente, la carretera estaba ocupada por una larga comitiva.
Eran niños y viejos, hombres y mujeres, todos vestidos con extravagantes y multicolores trajes de saltimbanquis, con sombreros fantásticos sobre las cabezas y grandes fardos a las espaldas. Algunos iban montados sobre mulas, otros sobre grandes perros o avestruces. Entremedias traqueteaban también carros de dos ruedas, cargados hasta arriba con cajas y maletas o carros entoldados en los que iban familias.
-¿Quiénes sois? preguntó la dama a un muchacho vestido de arlequín que caminaba al lado del coche. Llevaba una pértiga al hombro cuyo extremo llevaba una muchacha de ojos almendrados vestida como una china De la pértiga colgaban toda clase enseres domésticos, encima iba sentado un pequeño mono que tenía frío-.
¿Sois un circo?
-No sabemos quiénes somos -dijo el muchacha-. No somos un circo.
-¿De dónde venís? -quiso saber la dama.
-De las Montañas del Cielo -respondió el muchacho-, pero de eso hace ya mucho tiempo.
-¿Y qué hacíais allí?
-Eso era antes de que yo viniese al mundo. Yo nací por el camino.
Ahora intervino en la conversación un viejo que llevaba un gran laúd o teorbe a la espalda:
-Allí representábamos el Espectáculo ininterrumpido, bella dama. El niño no puede saberlo. Era un espectáculo para el sol, la luna y las estrellas. Cada uno de nosotros estaba sobre una cumbre distinta y nos gritábamos las palabras. Actuábamos sin cesar, pues aquel espectáculo mantenía unido al mundo. Pero ahora lo ha olvidado ya también la mayoría de nosotros. Hace ya demasiado tiempo.
-¿Por qué dejasteis de representarlo?
-Había sucedido una gran desgracia, bella dama: Un día nos dimos cuenta de que faltaba una palabra. Nadie nos la había robado, tampoco la habíamos olvidado. Sencillamente ya no estaba. Pero sin esa palabra no podíamos seguir actuando, porque ya nada daba sentido. Era precisamente la palabra por la que todo se relaciona con todo. ¿Comprende, bella dama? Desde entonces viajamos de un lado a otro para encontrarla de nuevo.
-¿Por la que todo se relaciona con todo? -preguntó la dama, asombrada.
-Sí -dijo el viejo, asintiendo serio con la cabeza-, seguro, bella dama, que usted también se habrá dado cuenta ya de que el mundo sólo se compone de fragmentos que no tienen nada que ver los unos con los otros. Eso es así desde que perdimos la palabra. Y lo peor es que los fragmentos se siguen descomponiendo y quedan cada vez menos cosas que guarden relación entre sí. Si no encontramos la palabra que reúna todo con todo, un día el mundo se pulverizará por completo. Por eso viajamos y la buscamos.
-¿Creéis acaso que la encontrareis un día?
El viejo no contestó, aceleró sus pasos y la adelantó. La muchacha de los ojos almendrados que caminaba ahora junto a la ventana de la dama, explicó tímidamente:
-Escribimos la palabra sobre la superficie de la tierra con el largo camino que recorremos. Por eso no nos quedamos en ningún sitio.
-Ah -dijo la dama-, entonces sabéis siempre dónde tenéis que ir?
-No, nos dejamos guiar.
-¿Y quién o qué os guía?
-La palabra contestó la muchacha y sonrió como si pidiese disculpas.
La dama se quedó mirando a la niña durante largo tiempo, luego preguntó en voz baja:
-¿Puedo ir con vosotros?
La muchacha no dijo nada, sonrió y adelantó despacio el coche siguiendo al muchacho que iba delante.
-¡Alto! -gritó la dama a su cochero.
Este tiró de las riendas, se volvió y preguntó:
-¿Quiere de verdad ir con ésos, madame?
La dama estaba sentada en los cojines, muda y derecha, mirando de frente.
Poco a poco pasó el resto de la tropa junto al coche parado. Cuando pasó el último rezagado, la dama se apeó y siguió la comitiva con la mirada hasta que se perdió en la lejanía. Empezó a llover un poco.
-¡Volvamos! -ordenó al cochero subiendo de nuevo-, regresamos. He cambiado de idea.
-¡Gracias a Dios! dijo el cojo-, ya creía que quería irse de verdad con ésos.
-No -contestó la dama sumida en pensamientos-, yo no les sería de utilidad.
Pero tú y yo podemos dar fe de que existen y que les hemos visto.
El cochero hizo dar media vuelta a los caballos.
-¿Puedo preguntar algo, madame?
-¿Qué quieres?
-¿Cree madame que encontrarán alguna vez esa palabra?
-Si la encuentran –contestó la dama-, el mundo tendría que transformarse de una hora a otra. ¿No lo crees? Quién sabe, tal vez seremos alguna vez testigos de ello. ¡Y ahora echa a andar!